OJOS MEXICANOS EN EL MARATÓN DE PARÍS

Me encaminé hacia Champs Élysées a eso de las ocho de la mañana con un sándwich de peanut butter en la mano. París seguía calladita, pero el cielo azul y despejado y el sol reluciente anunciaban que era día de fiesta. ¡La fiesta del maratón! Y aunque no dejaba de gozar de la mañana tan hermosa, comprendí que el inesperado clima templado añadiría un reto más a la ya de por sí demandante carrera.

Uno de mis momentos favoritos del maratón es ese minuto previo al disparo de salida. Los corredores (¡en este caso más de 50 mil!) con playeras de colores, con tutús y disfraces, con chistoretes en sus camisas, se estiran, trotan, entran a su corral asignado, ajustan sus audífonos, reclaman besos de buena suerte a sus familias y miran al cielo con ojos llenos de ilusión, pues hoy merecen disfrutar y festejar, cosechar su triunfo luego de meses de disciplina, sacrificio y entrenamiento. Y la emoción se contagia. Yo con trabajo me aguanto las ganas de llorar: ¡hoy es mi día! ¡Nuestro día!

A las 9:30 sonó el disparo de salida y con un grito y el clic a mi Garmín, di mi primera zancada hacia la meta. Difícilmente creo que exista una ruta de maratón más panorámica en el mundo que la del Schneider Electric Marathon de París. Despedir al Arco del Triunfo e iniciar a lo largo de la famosa Champs-Élysées, rodear la Concordia, admirar la belleza del Musée du Louvre, del Hotel de Ville; recordar al Marqués de Sade al pasar por el Chateau de Vincennes en el kilómetro 11… Fue una primera etapa espectacular y yo, con el corazón hinchado, corría fuerte.

Continuamos por el bosque y aunque los siguientes 10 kilómetros carecerían de icónicos monumentos, abundarían en árboles y porras y música. ¡Increíble la cantidad de gente y grupos que salen a regalar aplausos, ánimos y tamborazos a todos los runners! En Place de la Bastille inauguramos la tercera etapa de la ruta. El sol seguía firme y, a pesar de haber azotado en el piso algunos kilómetros atrás, mis piernas mantenían el ritmo.

Respiramos la brisa del Sena desde el kilómetro 23 y al saludar a Nuestra Señora de Notre Dame y ver la cúpula de cristal del Grand Palais no pude evitar suspirar hondo y sonreír. Gallarda y elegante, la Torre Eiffel nos otorgó inspiración para emprender la última y más retadora fase de la carrera, pues de los kilómetros 30 al 36 (¡justo cuando comienza a acechar la temida “pared”!) nos enfrentamos a frecuentes y desafiantes cuestas. ¡Pero ni sol, ni distancia ni inclinación lograrían detenerme!

¡Además, ver a mi familia en el 34 me inyectó renovadas energías! Saqué los últimos seis kilómetros del corazón. Mis piernas y hasta mi cabeza comenzaban a quejarse  del cansancio y el calor y, honestamente, ni la Fundación Louis Vuitton ni la belleza del Bosque de Bolougne, ni todas las naranjas consumidas lograban reanimarme. ¿Pero qué eran seis kilómetros más? La trotadita tranquila del viernes, la corrida ligera y llena de plática con mis amigas… Seis kilómetros que eran todo y nada y que sí o sí debía dominar. “Usted puede con eso y más”, diría mi coach Gabriel Silva… Así que volví a acelerar el paso.

“¡Vamos, Mony!” Escuché a mis padres y a mi esposo gritar a 200 metros de la meta. Y con una felicidad enorme enderecé el cuerpo e inicié el sprint final. ¡Y lo logré! Crucé la meta del Maratón de París con los ojos llorosos y un corazón lleno de gratitud. Buscando reencontrarme con mi equipo para abrazarnos, celebrarnos y esperar a los que se habían quedado atrás. ¡Nuevamente era maratonista! Me sentía -y me siento aún- invencible, agradecida, merecedora de la cerveza más grande del planeta y, sobre todo, muy orgullosa de mí. Así conquisté París y así concluí y le puse palomita a otro de mis retos locos de corredor. ¡Por el que sigue!