La obsesión de los tenis llevada al extremo

Con el pelo envuelto en un chongo a la altura de la nuca, Iding, todavía “medio hippie” a los 52 años y un alcohólico en recuperación, alcanza una caja negra de Adidas de la parte superior. Abre la tapa para mostrar un par de tenis ligeros, desgastados, amarillos y azules, los Adidas Adizero Boston Ekiden, talla 11 americano. Levanta un zapato de la caja, lo mueve hacia arriba y abajo para sopesarlo, solo 300 gramos. Mete un pulgar en la espuma, lo desliza sobre la malla, y se ríe un poco. “Estos son feos”, dice. 

Para Iding, los zapatos son una obsesión, impulsada por una personalidad adictiva y la búsqueda del zapato perfecto, pero también por las historias en sus suelas. De vez en cuando, en época en que el dinero empieza a escasear, vende un par o dos en eBay. Pero en su mayor parte se quedan aquí, apilados y esperando a ver de nuevo la luz. Dentro de la tapa, ha grabado el currículum de cada zapato: El maratón de Filadelfia, el maratón de la ciudad de Nueva York, las fechas, los tiempos de finalización, y el kilometraje total después de cada carrera. La carrera de Filadelfia fue un nirvana, la mejor prueba de su vida, su primer clasificado de Boston. 18 de noviembre de 2012. “Corrí todo el maratón sin ningún dolor, lo juro por Dios”, cuenta. “Es simplemente alucinante”. 

Cuando llegó a Kelly Drive, a unas cinco millas de la meta, las lágrimas se derramaron en su rostro. Estaba 13 minutos por delante de su tiempo de calificación en Boston. Después de tantos años de abuso de sustancias, de fumar cigarrillos y hierba en demasía, de beber inútilmente, finalmente estaba experimentando logros. Cruzó la línea con un tiempo de 3:16:39, mismos dígitos que seguían incrustados dentro de la tapa. “Fue una locura”, dice cerrando la caja y colocándola de nuevo en la parte superior. “Estos son los que jamás serán vendidos”. 

Iding no es el único. Muchos corredores guardan un par o dos de tenis viejos por los recuerdos que implican, las emociones que todavía activan cada vez que abren la tapa y miran dentro. Otros simplemente lo hacen para rastrear su kilometraje mes tras mes. Pero para algunos, comprar zapatos nuevos y conservar los viejos es una compulsión. Ellos están en busca del ajuste perfecto, rodeándose de nostalgia. Están respondiendo a una obsesión.

Las cajas están apiladas como libros, comprimidas y torcidas, una encima de otra hasta que las torres, a pocos centímetros del techo, comienzan a doblarse. Todos están juntos, una gran variedad de colores, una marca al lado de la otra: los Nikes naranjas, los Adidas negros, los Brooks azules, todas las etiquetas apuntan hacia afuera. David Iding los almacena aquí, más de 300 pares, en el segundo piso de su centenaria casa en Downingtown, Pensilvania, en el antiguo dormitorio de su hija, donde cubren las paredes azul cielo y abarrotan los crujientes pisos de madera de pino, y donde un sol se filtra a través de las ventanas manchadas para bañar la habitación con un suave resplandor invernal.

Las compras compulsivas (CC) no están reconocidas como un trastorno mental por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, pero tampoco es un fenómeno nunca antes visto. Cuando el investigador alemán Emil Kraepelin lo describió clínicamente por primera vez en 1924, lo calificó como “oniomanía” o “manía de compra”. Hoy en día, las CC se definen como “una preocupación por las compras, caracterizada por episodios frecuentes o impulsos de compra dominantes fuera de control”, según una encuesta de la literatura en The American Journal on Addictions. “Muchos compradores compulsivos se enfocarán en un objeto en particular”, dice el doctor James E. Mitchell, profesor emérito de psiquiatría y ciencias del comportamiento en la Universidad de Dakota del Norte. 

Uno de sus pacientes recolectaba solo peces tropicales; otro, “botas de vaquero muy costosas y hechuras finas”. Nunca se ha encontrado con una obsesión por el calzado para correr, pero como él mismo era un corredor de largas distancias, imagina fácilmente una. “Te obsesionas con las carreras. Y una de las cosas que más te preocupan son tus tenis”. Las marcas para corredores se alimentan de esa compulsión: Brooks actualiza cada año el diseño (forma, herramientas, material) de cada zapato en su línea. Añaden nuevos colores cada seis meses y, trimestralmente, introducen nuevos zapatos para eventos especiales. Ese despliegue escalonado es bastante estándar en la industria del calzado para corredores, y funciona, a menudo impulsando a los consumidores a comprar tenis para los que tienen poco uso práctico. La edición Ugly Sweater del modelo Levitate 2 de Brooks, por ejemplo, contenía un juego de cascabeles que se agotaron en solo dos días. 

“Saben que si encontramos un zapato que nos guste, no compraremos solamente un par, vamos a comprar diez”, dice Christy Nielsen, de 43 años, fisioterapeuta y competidora de distancias en Omaha, Nebraska, que se dedica a controlar su obsesión por el calzado. Ella compró los zapatos Ugly Sweater inmediatamente después de su lanzamiento en noviembre de 2018. “Y luego, en seis meses, cambiarán un poco el estilo, por lo que ahora vamos a querer comprarlos”. 

Según la encuesta mencionada por Mitchell en The American Journal on Addictions, las CC se presentan en un 6 a 7% de los adultos, y esa prevalencia ha aumentado en los últimos 20 años. Más importante aún, de acuerdo a Mitchell, “muchas de estas personas tienen otros problemas psicológicos”, la mayoría de las veces con ansiedad y depresión, pero también acumulación compulsiva, abuso de sustancias, atracones y otros trastornos de control de impulsos. Nielsen luchó contra la anorexia en sus años universitarios, por ejemplo, y admite otras tendencias obsesivas, aunque a ella nunca le han diagnosticado CC. “Estaba obsesionada por correr, luego me obsesioné por no comer. Pasas de una cosa a otra”, dice. “Podría ser algo peor que unos simples tenis”.

El par más antiguo de la colección de Iding tiene 37 años, y hasta hace poco, todavía los llevaba de campamento. Los coloca en una caja al lado de la ventana, un par de Adidas azul penetrante con rayas amarillas cerradas, “colores tradicionales de los Adidas Boston”, dice, con la luz del día acentuando cada arruga en la malla. Se ven frágiles, momificados, como si pertenecieran a una caja de vidrio, o tal vez a la basura. A diferencia de los varios cientos de pares de modelos más recientes que lo rodean, muchos de los cuales exponen estratégicamente la entresuela para perder peso, las suelas de los Adidas Marathon 80s están completamente cubiertas de caucho, o “carbono”, como lo llama Iding usando el léxico de su tribu obsesionada con los tenis. El calzado está estampado con círculos y la hoja original de Adidas. La entresuela, después de décadas de uso, es plana y dura. 

“Me encantaban estos para el cross-country, para correr sobre la hierba”, dice. Nacido en Kalamazoo, Michigan, Iding se mudó a Marshall, una pequeña ciudad agrícola, cuando cursaba el primero de secundaria. Su vida familiar era una jungla bizantina de muchos familiares medios y políticos, familias que se formaban de pedazos de otras. Él mismo era un “ups”, dice, “el hijastro pelirrojo que intentaba integrarse”. Iding siempre había sido un atleta desde niño, pero después de tanta confusión en el hogar desarrolló una etapa un poco punk rock, un poco rebelde, y siempre hubo algo del cross country que le fascinaba. Era su manera de hacer una protesta sutil en contra de los deportistas del futbol, en contra de los deportes dominantes, del fanatismo que parecía nunca acompañar a los corredores. “El cross country era para los independientes, ¿sabes a qué me refiero? Muchos de los niños no encajaban en ningún otro lugar”, dice. 

Iding se unió al equipo en su primer año. Quedó instantáneamente enganchado. “Sabía que, a nivel subconsciente, podía correr y todas estas ansiedades adolescentes (cómo invitar a salir a una chica o pasar un examen de matemáticas) desaparecían cuando terminaba de correr”, dice. 

El equipo de la escuela secundaria de Iding era muy competitivo, tanto que ganaron el campeonato estatal en su segundo año. Iding fue el único novato presente. Se volvió adicto a los aspectos espirituales del deporte, a ese subconsciente que liberaba la mente. Y quedó cautivado por el mundo del deporte, por corredores de larga distancia como Alberto Salazar y Benji Durden, su favorito, apareciendo en titulares en todo el país, construyendo una marca y con los principales patrocinadores de tenis detrás de ellos. Aunque todavía no había empezado a coleccionar, ya estaba muy interesado en lo que se ponía en los pies. 

“En ese momento ocurrían muchas cosas dentro de las carreras estadounidenses, por lo que la pieza cultural tenía mucho que ver con eso. Pero hoy se trata de experiencias diferentes. Un fabricante distinto sale con algún tipo de anzuelo y es como, ‘Tengo que averiguar de qué se trata’. Es como esa búsqueda del tenis perfecto”. Probablemente pudo haber seguido corriendo en su escuela, pero desde mucho tiempo atrás tenía la vista puesta en el estado de Michigan, adonde su padre lo llevaba a menudo a los juegos de futbol y basquetbol cuando era niño. Sabía que nunca iba a formar parte del equipo, por lo que, al dejar de correr, optó por ir de fiesta y, como ya le había pasado antes, se sumergió por completo en esa nueva actividad. 

“Era como cuando descubrí que podía correr siendo el mejor. En poco tiempo, estaba tomando con los mejores bebedores del campus. Iba en la preparatoria, y repentinamente fue como un maldito interruptor de luz. Entré al mundo de las drogas y el alcohol”. Se había inscrito como estudiante de periodismo y luego cambió a comunicaciones, pero eso no importaría. Después de tres años, su promedio de calificaciones se ubicó por debajo del 2.0, lo que le impidió con- tinuar. Así que empacó sus maletas, ahora con 20 años y abandonó la universidad, y con una mochila en el hombro, condujo con un amigo a la casa de su madre y su media hermana en Palm Springs, California, en busca de trabajo. 

tenis-obsesión

Consumieron ácido en el camino, pasaron tres días en el Gran Cañón, tratando de tener una experiencia extrasensorial. Se quedaron con su familia solo una semana antes de que su hermana encontrara el diario que había guardado durante su viaje por la carretera y los botó a ambos. Encontró algunos trabajos ocasionales en California, los perdió todos a causa de las drogas y el alcohol, y eventualmente se encontró viviendo con un veterano de Vietnam con TEPT (más sobre TEPT aquí) en un apartamento de mala muerte. Una mañana se despertó para encontrar a su compañero de cuarto agarrando una pistola y meciéndose en posición fetal en el suelo. 

“Me dio mucho miedo. Estaba desempleado, era un completo desastre”, dice. Y se dio cuenta que podría haber estado muerto. Básicamente ya no tenía hogar. Se armó de valor para llamar a su padre y se mudó a casa en 1989. Se cortó el pelo, se entrevistó con la empresa de preembalaje en la que trabajaba su padre. Necesitaban un hombre en Exton, Pensilvania. Tomó prestados mil dólares de su padre y salió a la carretera en su Honda Accord ‘81, las tablas del piso estaban tan oxidadas que debía sujetar los tapetes con los pies para evitar que se mojaran mientras conducía. Finalmente se instaló en Downingtown, a 10 kilómetros de Exton, y era lo suficientemente similar a Marshall, que se sentía como en casa.

Creció como una campesina en un pequeño pueblo de Treynor, Iowa, y nadie le dijo a Christy Nielsen que era una corredora, aunque hoy no lo sabrías, por las bolsas en su garaje que rebosaban de viejos tenis, por el armario en su habitación, por el organizador de zapatos colgando de la puerta dentro de su cuarto de lavado. En primero de secundaria, corrió un sprint de 800 metros en 2:36 la primera vez que lo intentó. Compitió en las estatales cada año, pero nadie la reconoció, la animó, ni definió su potencial. Ella lo llama “un mal entrenamiento”.

“Si yo, sin nada de preparación, pude correr con un tiempo 2:36, seguramente era por una gran habilidad que poseía. Pero nadie realmente me tomó en cuenta en ese entonces diciéndome que podría alcanzar algo increíble”. 

Estudió psicología en la Universidad de Creighton en Omaha, y más tarde ejerció las ciencias, pero no se unió a los equipos de pista ni de cross country. No jugó ningún deporte organizado ya que todavía sospechaba de su potencial. En cambio, a mitad de camino en su primer año, comenzó a correr de nuevo, sola esta vez, para ella misma, y recordó lo mucho que lo amaba. Pero cuando la universidad se enteró de lo que hacía y el entrenador la contactó, ella se negó. A ella le gustaba correr sola, y para entonces, se había transformado en una corredora de maratones, superando a algunos de los mejores corredores del estado. 

Durante su último año en Creighton, finalmente cedió y corrió tres carreras para el equipo, pero su corazón estaba puesto en el maratón. Ella corrió el Grandma’s Marathon de 1998 a lo largo de la costa norte de Minnesota, justo antes de tener una entrevista para el programa de terapia física en Creighton. Con un tiempo de 2:49:05, clasificó para las pruebas olímpicas del 2000, que corrió unos años más tarde en Columbia, Carolina del Sur, mientras aún se graduaba. Estaba “totalmente sobre-entrenada”, dice. Corrió con un tiempo de 2:58:32 y se ubicó en el puesto 91. Aun así, estaba emocionada de competir a un nivel tan alto. Siete semanas más tarde corrió en Boston, y en 2004 y 2008, compitió en los Juegos Olímpicos una vez más. Se mantuvo activa en la escena de los maratones, incluso después de completar su doctorado y comenzar a practicar en Omaha. 

“Es gracioso”, dice. “Cuando comencé a trabajar en el hospital, el tipo que me contrató me dijo: ‘¿Te gustaría trabajar con corredores?’ Y mi respuesta fue: Obvio no, están completamente locos”.  En el camino, consiguió algunos patrocinadores como First Clif Bar, luego Saucony, quien se quedó con ella durante más de una década. Inicialmente le enviaban ocho pares nuevos y un uniforme. Luego le ofrecieron 50% de descuento en cada par. Ella seguía pidiendo más y más. “Estaba corriendo 225 kilómetros por semana”, cuenta. “Y luego, como terapeuta, cuando le dices a la gente que se cambie de tenis cada 500 u 800 kilómetros, eso implicaba que los cambiara cada dos semanas y media. Jubilas un par aunque todavía se ven muy bien. Entonces, ¿por qué me deshago de ellos? Así fue como todo comenzó. 

No es tan competitiva como solía ser, pero los zapatos siguen apareciendo. Sus amigos a menudo bromean diciendo que ya podría haber pagado sus préstamos estudiantiles si no fuera por los tenis que se derramaban por todos los rincones de su casa. Ella no puede evitarlo, dice, aunque es completamente consciente de sí misma. 

“Incluso hasta el día de hoy, entraré a mi clóset y diré que no necesito más zapatos, y al día siguiente compraré dos pares, porque ¡esos son únicos!”, dice riendo. “Como ya no soy la favorita, quiero hacer algo donde todavía pueda ser la mejor”. 

Para Iding irse de California fue un comienzo, pero no un giro perfecto de la vida que dejó atrás. Siguió bebiendo, consumiendo drogas. Conoció a una mujer, tuvo una hija, dejó a su pareja, compró una Harley y se obsesionó con ella de la misma manera que con correr y más tarde con los tenis. “No sé tener intereses a medias, siempre me comprometo al máximo”. Conoció a otra mujer. Se casaron. Tuvieron dos hijas. Solo cuando el matrimonio empezó a desmoronarse, Iding redujo su ritmo. Dio un paso atrás. Hizo un balance de lo que tenía y lo que no, y lo que es más importante, sus razones. 

Lo extraño, dice, “es que no mucho tiempo antes, había vuelto a correr por primera vez desde la preparatoria”. El matrimonio no duraría, pero el deporte sí, y también la sobriedad. 

Empezó a correr maratones. Desde entonces lo ha hecho en Filadelfia cuatro veces. Boston tres, Nueva York dos. Corrió su mejor tiempo, 3:08:11, en Filadelfia en 2014. Todavía sueña con completar los seis Grandes Maratones Mundiales de Abbott. Para 2011, corría de 65 a 95 kilómetros por semana, desgastando un par de zapatos cada pocos meses. Cuando encontraba un modelo que le agradaba, esperaba a que quedaran en liquidación y se abastecía, comprando varios a la vez. 

Al igual que el alcohol, las drogas, la Harley y el correr en sí, cayó en sus garras. Estudió todas las especificaciones, comparó las nuevas compras con las antiguas, estableció una jerarquía. Algunos pares nunca se han usado, probablemente nunca los estrenará, “y valdrán más si los puedo vender a un mejor precio”, dice. 

“Por lo general, los que son solo para millas se ponen en cajas”, comenta, “pero los que irrigan algo o no se sienten bien o lo que sea, pueden ser tenis para un día cualquiera, pueden ser zapatos de trabajo. Hay una jerarquía, hay hasta zapatos para cortar el césped y si ya están muy desgastados tienen que irse a la basura”. 

Sabe que todavía se está recuperando, pero el correr ayuda. Lo mismo ocurre con el trabajo, que lo mantiene ocupado cada hora del día. Después de laborar en el control de plagas en Downingtown durante más de una década, un empleo en el que se destacó, finalmente puso en marcha un plan de negocios y se independizó, formando su empresa Control de Plagas en agosto de 2013. Después de cinco años y medio, se ha desarrollado una base de clientes, contrató ayuda de medio tiempo y comenzó a obtener una ganancia saludable incluso mientras evitaba los productos petroquímicos, un gesto de aprobación para su mitad hippie. “Lo importante de todo esto”, dice, “es que no sé cómo renunciar, sea algo bueno o no. Pero esa perseverancia es la razón por la cual 2018 fue un año muy exitoso”. 

Al igual que Christy Nielsen y que muchas otras personas con tendencias obsesivas o adictivas, Iding simplemente reenfocó esa energía en otra parte. Hoy es en el control de plagas. Hoy son tenis. Aquellos que han luchado con el lado oscuro de la obsesión saben que puede ser mucho peor que un dormitorio lleno de cajas. Iding agarra los Ekidens y apaga la luz, la colección espera hasta que el repartidor de UPS llegue de nuevo.

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Este artículo apareció primero en la edición de Mayo 2019 de Runner’s World México
Texto por Carson Vaughn y traducción de Izcoatl Yedra